Dejamos la semana pasada a la estatua ecuestre de Felipe IV realizada por Pietro Tacca bajada de la fachada del Alcázar de Madrid en mayo de 1677 (aquí). Antes de que ésta pudiera volver a instalarse en los Jardines del Buen Retiro hubo que restaurarla ya que para conseguir descender la estatua se tuvieron que realizar algunos agujeros en el bronce para introducir barras de hierro y ayudar así a que ésta descendiera con seguridad. Este hecho preocupó mucho al rey Carlos II que quiso saber si «se le podrán tapar con el mismo metal de suerte que no se conozcan». Algo que los artesanos de Palacio consiguieron perfectamente sacando:
«con tanto cuidado y especialmente los dos de la barriga en que por el mayor riesgo de maltrarle estube presente que apenas se conoce y en poniendole la silla no ser percibira diferente alguna».
Barbeito, El Alcázar de Madrid, 1992, p. 180.
Poco después el retrato ecuestre ya lucía nuevamente en el Jardín del Caballo del Buen Retiro y es ahí donde la condesa D’Aulnoy, durante su viaje por España, lo describe en 1679:
«En el borde de la terraza se ve la estatua de Felipe II [sic] sobre un caballo de bronce. Esa pieza es de un valor considerable. Los curiosos se complacen en dibujar el caballo».
D’Aulnoy, Relación del viaje de España, ed. 1986, pp. 270-271.
En fechas próximas a la descripción de la condesa D’Aulnoy debió de realizarse el cuadro de Jan Van Kessel II en el que se reflejan a dos enanos de la corte de Carlos II con un perro. Siendo éste el primer documento gráfico que conservamos de la vuelta de la escultura a su emplazamiento original.
Con la llegada del siglo XVIII y de la Casa de Borbón a la monarquía hispánica la escultura no cambió de emplazamiento, sin embargo el Palacio y los Jardines del Buen Retiro perdieron el favor regio una vez que el nuevo Palacio Real de Madrid estuvo construído y su decoración finalizada. De hecho, muchas de las pinturas que ornaban el Buen Retiro fueron llevadas al Palacio Real nuevo y así se despojó a éste de parte de sus tesoros. Es en esos años, en los que comienza el declive del Buen Retiro, cuando Antonio Poz, en 1776, en su Viaje de España hace una larguísima y elogiosa descripción de la estatua y señala la conveniencia de trasladarla a algún lugar público en dónde todo el mundo pudiera admirarla:
«Hay muy pocas, entre las obras modernas de esta línea, que se le igualen en el brío como está expresado el caballo, en la dignidad del jinete, en la hermosura y lo acabado de las labores que se ven, particularmente en los estribos, freno, silla y en la banda del rey. Lo malo es que al estar aquí encerrado y no poderse ver sino de distancia, y por las espaldas, a no buscar quien franquee la puerta del Jardín. Siendo esta máquina cuatro tantos mayor que el natural, no podía ser más oportuna para adornar un paraje público de Madrid y no se vive sin esperanza de que algún día suceda».
A. Ponz, Viaje de España, tomo VI, ed. 1947, p. 545.
Sin embargo, la escultura no será trasladada y vivirá en el Retiro los estragos que la Guerra de la Independencia causará tanto en el Palacio como en los Jardines. Sabemos por ejemplo que finalizada la guerra, en 1814, el arquitecto Isidoro González Velázquez será mandado a inspeccionar el Buen Retiro y escribirá un informe en el que afirmaba que el estado del Palacio era «tan deplorable, que encuentro por absolutamente irreparable e inservible toda la parte de habitaciones ácia el Jardín del Caballo, Patio de Oficios y Jardín bajo que mira al mediodía, que deben demolerse con aprovecho de todos sus enseres».
Fernando VII no realizará los arreglos que se le solicitaban para restaurar el Palacio del Buen Retiro (sobre este tema, ver aquí) pero si rehabilitará una parte del jardín para su uso privado. Se trataba de una zona detrás del Estanque grande y entre la calle de Alcalá y la actual Menéndez Pelayo, que pasó a denominarse “El Reservado”. Será en este jardín privado donde el soberano decida colocar la estatua de Felipe IV dado que los edificios que habían compuesto el Palacio del Buen Retiro comenzaron a ser derribados. Detrás del Estanque, donde actualmente está el monumento a Alfonso XII, se creará una fuente o glorieta en cuyo centro se colocará la escultura de Pietro Tacca. De este emplazamiento tan sólo nos ha quedado como documento gráfico la Maqueta de Madrid de 1830 realizada por León Gil de Palacio.
Pese a la reciente reubicación de la obra ciertas voces seguían reclamando, tal y como lo había hecho Ponz en el siglo XVIII, un emplazamiento público para la estatua para que todos los madrileños pudieran disfrutar de ella eran cada vez más numerosas. Así en 1837 en el Semanario Pintoresco apareció un artículo que decía:
«Sensible es, en efecto, que una obra de mérito tan insigne y que debería campear para decoro de la población en una de sus plazas, o en la misma entrada del sitio del Buen Retiro, se halle como desterrada en un jardín reservado donde solo puede disfrutarse rara vez de su visita, así como también colocada sobre un pedestal mezquino de fábrica, que contrasta visiblemente con la suntuosidad de la estatua».
Semanario Pintoresco, nº 49, 1837, pp. 73-74.
Pasaron algunos años y en 1843 con motivo de la mayoría de edad de la reina Isabel II se decidió el traslado del Caballo de bronce para situarlo en el centro de la recién reformada Plaza de Oriente. Por orden del tutor de la reina, Agustín Argüelles, la escultura se instaló sobre un gran pedestal, mucho mayor que el original de la obra, que impide contemplar la riqueza de detalles de la pieza, y en éste se colocaron diversos relieves e inscripciones conmemorativas que modificaron tanto su estética como la interpretación de la obra. Según el Dr. Matilla:
«La colocación de un monumento ecuestre sobre un elevadísimo pedestal y además en una plaza con arbolado, rompe radicalmente con la concepción de monumento ecuestre que se tenía en el Barroco, donde el caballo y su jinete eran elementos más que suficientes para articular un gran espacio desprovisto de cualquier otra ornamentación».
Matilla, El Caballo de bronce, 1997, p. 48.
Tras la jura de la Constitución de 1837 por parte de Isabel II ante las Cortes, la reina había perdido ese poder absoluto del que había gozado hasta ese momento la monarquía. Con la colocación de la estatua en la Plaza de Oriente se pretendía demostrar esa “popularización” de la monarquía, su acercamiento al pueblo, y se creyó que la mejor manera de ejemplificarlo era permitir la contemplación a todo el mundo de lo que hasta ese momento había representado el símbolo supremo del poder absoluto del monarca: el retrato ecuestre del soberano, en este caso del de Felipe IV por Pietro Tacca.
La pérdida del significado de la escultura ecuestre como la máxima expresión del poder absoluto del rey le vino también propiciada por los relieves que se ubicaron en el pedestal de ésta, donde el escultor Francisco Elías representó a Felipe IV otorgando a Velázquez la Cruz de Santiago y una Alegoría de la protección que Felipe IV dispensó a las artes y las letras. De este modo el valor político de la escultura se perdió ensalzando tan sólo su valor artístico, dando la visión del Rey Planeta no como un gobernante sino como un mecenas de las artes.
Así, poco a poco y con el paso de los años, el retrato ecuestre de Felipe IV realizado por Pietro Tacca pasó de ser un emblema del poder a una simple escultura. Una obra de arte que ornamentaba la ciudad de Madrid. Y al perder su significado también perdió una parte consustancial de su historia la cual hemos querido rememorar aquí.
Muy bueno el reportaje, además me enteré de cosas que no sabía.
Muchísimas gracias Roberto! Nos alegra que te haya gustado y que hayas aprendido cosas nuevas.
Gracias por tu comentario