Jean-Auguste-Dominique Ingres nació en la pequeña localidad francesa de Montauban el 29 de agosto de 1780. Sus primeras enseñanzas las recibió de su padre Jean-Marie-Joseph Ingres y tras verse el talento que el niño tenía pasó al estudio de Joseph Roques en la Escuela de Bellas Artes de Toulouse. Finalmente, su destino formativo será París, donde pasará a ser alumno del gran pintor de historia David. En 1801 ganará la beca para estudiar en Roma, pero el torbellino político que se estaba viviendo en la nación francesa le impidió viajar hasta 1806.

Jean-Aguste-Dominique Ingres, Autorretrato, 1804. Chantilly, Museo Condé.

     En Italia Ingres se enamorará de sus paisajes y de su luz y extenderá su estancia más allá del periodo de residencia que tenía adjudicado en la Villa Medici. De los jardines de Villa Medici el artista tomará un par de vistas que mandará a su novia Julie Forestier, quien las devolvió a este tras la ruptura de su compromiso. Tras su estancia en la Villa Medici el artista alquilará una vivienda que también le servirá de estudio en Roma hasta su regreso a París en 1824. No obstante, entre 1835 y 1842 el pintor volverá nuevamente a la ciudad del Tíber tras ser nombrado director de la Academia de Francia en Roma.

Jean-Auguste-Dominique Ingres, La Orangerie de la Villa Borghese, 1806. Montauban, Museo Ingres.

El taller de Ingres en Roma

     Ingres tendrá su estudio en la Avenida Gregoriana de Roma y conocemos con precisión cómo era gracias a una pintura realizada por uno de sus discípulos, Jean Alaux, quien 1818 realizó una vista del taller del artista. En él se puede ver a la esposa del pintor, Madeleine, y a su gata Minette, así como al propio Ingres tocando el violín en uno de los momentos en los que el artista se abandonaba a la música, su actividad preferida después de la pintura. Llama la atención dentro de la obra la presencia de un retrato de una dama que formaba parte de las colecciones del artista y que recibía a aquellos que le visitaban. Se trataba de una pintura adquirida por el artista pensando que se trataba de un retrato realizado por Velázquez y que en la actualidad se considera próxima al círculo de Claudio Coello. El retrato fue adquirido por Ingres en un anticuario romano que lo había recortado, pero pese al lugar relevante que ocupaba en su hogar lo cierto es que la visión continuada de la pintura del Siglo de Oro español no alteró la estética del pintor que consideraba que la cúspide ideal de la pintura se encontraba en la figura de Rafael, tal y como denotan estas palabras suyas de una carta de diciembre de 1822:

«¡Oh, ese complaciente y monstruoso amor, que tú mismo has percibido, de amar con la misma pasión a Murillo y Velázquez y a Rafael! Eso prueba que nunca les ha sido dada una inteligencia suprema para juzgar la belleza, y que, al crearlos, la naturaleza les negó un sentido, embrutecido más aún por su ignorancia, de la que mucho se resienten los artista en general».

Carlos G. Navarro, “Ingres y los pintores españoles. De Velázquez a Picasso”, Ingres, cats, expo, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2015, p. 71.

     No obstante, en la década ya de los años 50, Ingres dirigirá una carta a Federico de Madrazo y calificará a Velázquez de «pintor admirable y muy poco conocido en Francia».

Rafael como modelo

     Pero en Italia Ingres sobre todo estudiará la obra de su profesor espiritual: Rafael. No contento con proclamar que le hubiera gustado haber nacido trescientos años antes para así poder haber sido discípulo del artista, Ingres pasó gran parte de su tiempo copiando las obras del maestro del Renacimiento italiano o persiguiendo pinturas o grabados de Rafael que pudiera incluir en su colección.

     Idolatraba tanto al maestro que incluso incluyó referencias a este en sus pinturas, ya fuera de manera directa, como son las numerosas Madonnas de la Silla escondidas en el escenario de algunas de sus obras, como en el Retrato de Napoleón en su coronación, donde la silueta de la obra del de Urbino se esconde en la decoración de la alforma; o decorando la sala en la que Enrique IV juega con su hijo. O también haciendo referencias más sutiles al maestro a través de los detalles de un traje, en una postura o en la decoración de una columna. Estos elementos son normalmente tomados prestados de pinturas en el Vaticano, las cuales Ingres admiraba tan profundamente que llegó a afirmar que ellas solas valian más que todos los museos de pintura juntos.

     La influencia de Rafael también es muy clara en la primera comisión oficial que el artista recibió en 1820, la pintura de Cristo entregando las llaves del paraíso a San Pedro. En ella las figuras de los discípulos están tomadas prestadas directamente de Rafael, del cartón para tapiz que el de Urbino realizó comisionado por el papa León X para la decoración de la Capilla Sixtina con el tema del Encargo de Jesús a San Pedro.

Jean-Auguste-Dominique Ingres, Cristo entregando las llaves del paraíso a San Pedro, 1820. Montauban, Museo Ingres.

Raphael, El encargo de Jesús a San Pedro, 1513. Cartón para tapiz. Londres, Victoria and Albert Museum.

     Se puede considerar que el último tributo artístico que Ingres le rindió a Rafael fue convertirlo en uno de los personajes de la Apoteosis de Homero. Esta obra le fue encargada en 1826 para decorar uno de los techos de las salas del Louvre y tras su instalación e inauguración Ingres manifestó haber creado la obra más bellas e importante de su vida. Como decíamos, en ella no sólo se puede observar el rostro de Rafael en un lugar destacado entre el enjambre de personajes, escritores, filósofos y pintores, que pueblan la obra, sino que también en los grupos laterales se observa la influencia rafaelesca, especialmente de La escuela de Atenas y El Parnaso. La inclusión de Rafael en esta referencia a la Antigüedad, lo que para Ingres era el ideal absoluto, supone una suerte de consagración definitiva del artista de Urbino.

Jean-Auguste-Dominique Ingres, La Apoteosis de Homero, 1827. París, Museo del Louvre.

     No obstante, es importante señalar que la mayoría de los trabajos de Ingres deben ser vistos a través del prisma de Rafael, ya que toda su vida intentó alcanzar el estilo del maestro italiano, reinventándolo y trayéndolo de nuevo a la vida en el siglo XIX.

Obsesión por la figura del de Urbino

     La obsesión que Ingres tuvo por Rafael le llevó a acumular documentación que encontró sobre sus obras o incluso a interesarse por la vida personal del artista. Tanto es así que en una de sus obras llegó a imaginar la relación que el de Urbino tuvo con la Fornarina, una de sus amantes y con la que según Giorgio Vasari, biógrafo de Rafael, sus excesos amatorios le llevaron a la muerte. En Rafael y la Fornarina, obra del que llegó a realizar más de seis versiones, Ingres muestra al artista recién ha acabado de esbozar el famoso retrato de ella, y su amado modelo se sienta en sus rodillas. Sin embargo, Rafael solo tiene ojos para su propia creación que, al igual que la representación de Ingres de su modelo, se encuentra con la mirada del espectador. Este triángulo de miradas se complica con la presencia de la Virgen en la Virgen de la Silla de Rafael, vista contra la pared del fondo, donde su figura se asemeja a la de la amante.

Jean-Auguste-Dominique Ingres, Rafael y la Fornarina, 1814. Harvard, Fogg Museum.

     La última muestra de la veneración que Ingres sintió por Rafael quedó expresada tras la exhumación de los restos del artista del Panteón de Roma en 1833. En ese momento Ingres solicitó al pontífice unos fragmentos de los huesos de Rafael. Estos le fueron concedidos e Ingres los atesoró en una cajita relicario creada expresamente para contener y poder contemplar las cenizas. Tras su muerte Ingres legó en su testamento el relicario con los restos de Rafael a su ciudad natal de Montauban. Todo un testamento vital y sobre todo pictórico.

Copia del autorretrato de Rafael realizado por Ingres hacia 1824 y caja relicario donde se conservan algunas de las cenizas de Rafael de Urbino. Montauban, Museo Ingres. Foto: InvestigArt.

 

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