«En materia de las cosas insignes, curiosas y primorosas del arte… tengo en mi casa en esa corte que puede competir con todo lo excelente del mundo y dejarlo atrás»

 Juan de Espina, Memorial, 1632.

     Juan de Espina (Madrid, 1583 – 1640) fue un afamado coleccionista de objetos curiosos y un personaje complejo, lleno de luces y sombras, o lo que es lo mismo: extremadamente barroco. En palabras de Ortega y Gasset fue un hombre reflejo de la España «alucinante y alucinada» que supuso el Siglo de Oro.

¿Quién fue?

     No falta documentación sobre Juan de Espina. Se tiene la facilitada por él mismo en su Memorial escrito para Felipe IV y también la recogida en la literatura, pero lo que resulta problemático con las fuentes es, como con su propia vida, poder separar lo anecdótico de lo real y de lo fantasioso. Sabemos que nació en Madrid en 1583, en el ámbito cortesano, y que fue hijo de Juan de Espina Velasco, contralor de Felipe II, y de María de Mesa, ayuda de cámara de Ana de Austria. A partir de 1608, cuando murió su padre, Juan de Espina se benefició de una renta eclesiástica que concedió la Corona a sus padres y sumada ésta a su herencia, se encontró disfrutando de más de dos mil ducados de rentas, una cantidad bastante considerable en la época. Casi inmediatamente se dedicó a la tarea a la que consagraría toda su vida: la creación de una cámara de las maravillas, una colección de objetos curiosos y extraordinarios, tanto mecánicos “artificialia” como naturales “naturalia”.

     En 1610 lo encontramos ya instalado en la casa de la calle San José, junto a la de la Ballesta (hoy de Loreto y Chicote), donde vivirá hasta que, en 1628, debido a un proceso inquisitorial, tenga que abandonar la corte y marche primero a Toledo y después a Sevilla, lugar éste último donde escribió su Memorial a Felipe IV. Volvió a Madrid hacia 1635, donde falleció unos años más tarde.

Detella del Plano de Texeira en donde se aprecia la calle San José. La casa de Juan de la Espina es la que sobresale en altura.

La Casa Encantada, la colección de tramoyas y el comienzo de la leyenda

     Heredar, comprar una casa y comenzar su colección de objetos fue todo prácticamente al unísono. Y debido a que muy poca y selecta gente podía visitarla se creó un velo de misterio sobre la casa, el camarín y él mismo. Se decía que su servidumbre estaba constituida únicamente por autómatas, que la comida bajaba a la mesa a través de tramoyas colgantes en los techos y que perderse en la casa era no poder encontrar nunca la salida, como si se tratase de un laberinto de conocimiento en el que no se podía prescindir del dueño/profesor si uno quería asegurar su supervivencia a la visita.

     Muchas de las descripciones de su colección aparecieron en la literatura, tanto de la época como posterior, pero solo ayudaron a desdibujar aún más el límite de la ficción y la realidad. Uno de los relatos más célebres y contemporáneos fue el de Luis Vélez de Guevara en su novela El Diablo Cojuelo. Publicada en 1641 menciona que su «célebre casa y peregrina silla son ideas de su raro ingenio».

     Otra base documental literaria (y de ficción, recordemos) es la novela de Juan de Piña, Casos prodigiosos y cueva encantada, de 1628, basada claramente en la leyenda de Juan de Espina. Piña relata una visita a la casa en la que no faltan las estancias que se iluminan «como por encantamiento», telas de oro colgadas de las paredes, cofres llenos de curiosidades, una nave que «estando á la mitad de la sala, comenzó á disparar tantos tiros de artillería, que me llenó de humo y de asombro […]» que navega sobre un mar de mercurio que después desaparece «sin haberla navegado mano humana». Y además salas con retratos, un cuarto dedicado a la música, espejos deformantes, incluso tempestades artificiales.

Representación de un gabinete de curiosidades dentro del Museo Internacional del Barroco.

     Anastasio Pantaleón de Ribera también menciona la morada de Espina en un poema diciendo: «tesoro es rico de curioso dueño quanto estudio naturaleza i quanto obró imitando artífice ingenioso».

     Quevedo, quién legitimó su figura de coleccionista a petición del Conde Duque de Olivares, al escribir su biografía en Los Grandes anales de quince días, también habló de los objetos «que por su valor están fuera de todo precio […]» y consideró que «Fue su casa abreviatura de las maravillas de Europa»[1].

     Adjetivar sin aportar detalles concretos será el muro con el que nos choquemos en cada intento de saber más sobre los objetos que poseyó tan afamado personaje.

     Sin embargo, contamos con un recuento fidedigno de la colección de mano de Vicente Carducho, el pintor y tratadista. Éste, aunque sin adentrarse en el terreno de la concreción, da una visión más tangible y fiable de lo que debió ser la colección. Fue invitado por Juan de Espina unos días antes de su partida a Toledo para ser juzgado por la Inquisición. Se ha teorizado sobre una posible relación entre estos dos sucesos separados por apenas dos días y puede que esta visita respondiese a una necesidad de Juan de Espina de legar algún tipo de testimonio de su colección ante un futuro poco claro. Carducho cuenta que estuvo allí 8 horas y vio:

 «modelos originales, pinturas, dibujos. iluminaciones. Estampas. Y todas originales y de diferentes materias de maestros. Artifices insignes y así mismo extraordinarios y costosisimos relicarios. Escritorios. escrivanías. cajas y cofrecillos de ébano, marfil y nácar de extraordinarias hechuras y embutidos y dentro de ellas muchas curiosidades de pájaros. camafeos. cornerinas y otras muchas con marfil. cera. bronce. plata y oro y de otras materias» En el tratado de la pintura, en el apartado de colecciones vuelve a escribir sobre Espina: Prometote, que tiene cosas singularisimas. y dignas ser vistas de qualquiera persona docta, y curiosa (de mas de las Pinturas) porque siempre se preció de lo mas excelente y singular que se ha podido hallar, sin reparar en la costa que se le podía seguir […] los dos libros manuscritos y dibujados, y manuscritos de mano del gran Leonardo de vinci, de particular curiosidad y doctrina».

Adriaen Stalbent, Las Ciencias y las Artes, ca. 1650. Madrid, Museo Nacional del Prado.

Los manuscritos de Da Vinci y otras obras

     Los dos libros de Leonardo a los que Carducho hacía referencia en su descripción no son otros que los Códices I y II que se encuentran actualmente en la Biblioteca Nacional de España. Éstos se cree que probablemente fueron comprados por Juan de Espina a la muerte de Pompeo Leoni en Madrid en 1608, quien a su vez los habría adquirido tras el fallecimiento de Francesco Melzi, discípulo de Leonardo.

Leonardo da Vinci, Página del Códice II. Madrid, Biblioteca Nacional.

     En 1623, el entonces príncipe de Gales, Carlos I de Inglaterra, en su visita a Madrid, intentó insistentemente y en numerosas ocasiones comprar los códices y Juan de Espina siempre se negó, aludiendo a que legaría los manuscritos al Rey, como así sucedió.

     En sus Diálogos de la pintura, Carducho también hace referencia a que en su casa había cuadros de gran valor, pero de Espina insistió en que no se hiciera inventario de sus objetos a su muerte, por lo que solo se pueden aventurar algunos nombres como Coello, Wierix o Juan de Vieres.

La arqueta de Rodrigo Calderón

     De lo que se tiene constancia segura dentro de su colección es de los instrumentos de tortura y ajusticiamiento de Rodrigo Calderón, favorito (y chivo expiatorio) del Duque de Lerma. Espina llegó a tener los cuchillos con los que fue degollado, la venda con la que subió al cadalso, un rosario e incluso la confesión manuscrita, todo guardado en una arqueta que también había pertenecido a Calderón. La posesión de la confesión sería parte fundamental en el proceso que lo enfrentó con la Inquisición años más tarde. No sabemos si su interés en estos objetos se basaba en ser representativos del neoestoicismo, que él mismo practicaba, o eran una vanitas o recordatorio de su propia muerte. Lo cierto es que a su fallecimiento dejó mandado que se le diera al rey Felipe IV el cuchillo con el que degollaron a Rodrigo Calderón con advertencia de fatales consecuencias «para una grande cabeza de España» si no se cogía el cuchillo de determinado modo.

Peter Paul Rubens, Retrato de Don Rodrigo Calderón a caballo, ca. 1612-1615. Windsor Castle.

Los instrumentos musicales científicos

     Como verdadero curioso que era, Juan de Espina también se acercó y teorizó sobre la música y llegó a la conclusión de que había una urgente necesidad de reformar la afinación musical y volver al sistema enarmónico. Para demostrarlo e investigar más sobre ello mandó construir instrumentos científicos musicales (todos de cuerda aparentemente) y, según se cuenta, acabó siendo un virtuoso de la lira. Tan convencido estaba que presentó su lira enarmónica al músico de la real capilla y tañedor de lira y arco Francisco de Vélez. El músico real se valió de elogios sobre la ejecución de Espina para distraer el asunto principal y evitar así dar su opinión. Sin arredrarse, Juan de Espina llegó a apremiar al mismísimo Felipe IV para que tomara cartas en el asunto y volviese al redil enarmónico. Con evidente nulo resultado.

     Si nos viésemos inclinados a creerle, podríamos dar por buena la anécdota que escribió en su Memorial sobre cómo un médico contrario a la enarmonía se presentó en su casa para increparlo al respecto y como Juan de Espina lo convenció de pasarse al bando enarmónico cuando tocó para él su lira científica[2].

La misteriosa silla 

     Sin duda la rara avis dentro de su singular colección fue la silla, que en su época pocos vieron pero muchos imaginaron. Hoy solo podemos conjeturar qué clase de mueble o artefacto era o cuál fue su función. Sí sabemos que fue célebre y maravillosa. «Esto todo sea con perdón -dice el Diablo Cojuelo- del antojo del Galileo y el del gran don Juan de Espina. Cuya célebre casa y peregrina silla son ideas de su raro ingenio»[3]. Este párrafo de Vélez de Guevara donde se relaciona la silla con el telescopio de Galileo ha llevado a pensar que podría ser un instrumento óptico o incluso un telescopio[4].

     También se ha pensado que podría ser un tipo de Tutilimundi o una linterna mágica fantasmagórica[5].

El legado de su colección

     Cuando murió legó sus objetos más preciados al rey Felipe IV. Aunque lamentablemente no queda registro documental en el Archivo General de Palacio sabemos que los códices de Leonardo da Vinci fueron parte de la donación, junto con la silla y los instrumentos científicos y musicales. Se tiene una fe notarial de entrega a Palacio por parte de uno de sus testamentarios, Juan de Quiñones[6], pero eso es todo.

Página del testamento firmada por Juan de Espina en 1639.

     Juan de Espina escribió dos testamentos, uno en 1624 y otro en 1639 que arrojan algo de luz y algo de sombra al resto de su colección. Sobre los autómatas, su testamento de 1624 recoge que «las figuras de personas se desagan que yo andare con tanto quidado que ninguna tenga las ruedas dentro ni muelle ni artificio». En el testamento de 1639 no hay constancia de esas figuras de personas pero se mencionan unas cajas misteriosas, pintadas de blanco, que bajo ningún concepto debían abrirse sino que debían entregarse a Tomás de Barahona. Los Barahona eran los encargados de la construcción de tramoyas y tarascas del Corpus Christi para el ayuntamiento de Madrid. Es tentador pensar que quizás las cajas contenían los trucajes fantásticos y que los Barahona eran los más adecuados para esa herencia. Y aventurándonos más aún, quizás fuesen ellos mismos los que construyeron los ingenios mecánicos y objetos científicos que Espina había poseído en su camarín.

Fiestas

Juan de Espina también fue famoso por las barrocas fiestas que daba, en las que sorprendía a los invitados con sus autómatas, con travesuras ópticas, trucajes y sonidos que brotaban de las paredes. En una ocasión encerró a sus agasajados en un pasillo mientras en la sala aparecía, con tramoyas, como surgida de la nada, una mesa con trescientos platos de comida falsa y jarras de vino que, en el momento de máximo drama, explotaron, llenando la sala de vino y frutas. Otra de sus afamadas fiestas que también pasó a la historia, aunque por las razones equivocadas, fue la ofrecida el 2 de enero de 1628 con motivo de la recuperación de Felipe IV de una enfermedad. Como parece que era habitual, encerró a sus invitados para incrementar el suspense. Pero algo ocurrió aquella vez y, sin que quede muy claro porqué, la fiesta fue un fracaso. Los romanceros hablan de desastre de organización, de escándalo y ruidos y de que «tuvo a los Reyes al sereno hasta las tres de la mañana»[7]. Tras semejante escándalo esta es la última fiesta que dio de la que tenemos registro.

Athanasius Kircher, Trucaje sonoro para estatuas parlantes. Foto: Wikimedia Commons.

Ocaso

     Comenzó a perder el favor del público cuando pasó de ser un personaje curioso a un presunto nigromante. La fascinación trucó en temor y comenzaron a ver en él y en sus tramoyas verdaderas fantasmagorías y no un compendio de ciencias naturales y tecnológicas. En 1628, su annus horribilis, y unos meses más tarde de la fiesta fracasada de Felipe IV, se vio obligado a partir a Toledo debido a un proceso inquisitorial del que poco se sabe. El sumario fue borrado de las actas y su proceso se mantuvo en silencio, con lo que la sociedad del momento completó la falta de datos con fantasías. Se creyó que se debía a su magia negra o una venganza real motivada por el fracaso de la fiesta de Felipe IV. Pero la realidad, que suele ser menos dramática que la novelería, ha revelado que su juicio inquisitorial pudo deberse a que era propietario de la confesión de Rodrigo Calderón[8]. La importancia capital de este documento es que era el único papel oficial que podía esgrimir la Corona para defender que la muerte de Calderón no había sido un asesinato por venganza política sino una ejecución plenamente justificada.

José María Rodríguez de Losada, Don Rodrigo Calderón en el tormento, 1865. Madrid, Museo Nacional del Prado.

     Hasta 1630 estuvo preso o retenido en el convento de San Agustín de Toledo. Que el proceso se eliminase de los registros inclina a pensar que se le protegió desde altas esferas y puede ser significativo en este sentido que en su testamento de 1639 nombrase como uno de los testamentarios al Conde Duque Olivares, encargándole la entrega al rey de sus objetos más preciados. Otra pista que puede ponernos en el camino de una posible relación con el Conde Duque es que por estas fechas Quevedo era parte de la camarilla de propaganda de Olivares.

     En agosto de 1631 encontramos a Juan de Espina con permiso de residencia en Sevilla. En esa ciudad, en 1632, escribió su Memorial para el rey, en el que se defendió de quienes le atacaron, pero lo hizo de forma extremadamente vaga por lo que no se puede saber quiénes eran esos «desagradecidos» que le hicieron «la guerra de la murmuración» ni el motivo de esa discordia[9]. Por supuesto, en su Memorial no perdió oportunidad nuevamente de recordarle a Felipe IV la importancia de volver al sistema enarmónico… No cabe duda de que era perseverante.

Una muerte a la altura de su vida

     El 30 de diciembre de 1640 fue a la parroquia de San Martin, comulgó y pidió que fueran a su casa dos horas más tarde para darle la extremaunción. Dicho y hecho, a las dos horas acudió el cura jesuita a su casa fantástica y encontró a Juan de Espina preparado para su truco final; haber predicho lo impredecible, su propia muerte. Un final que parecía fantasía pero que era verdad, que si se cuenta no se cree. Un final digno de un coleccionista de tropelías y maravillas. Barroco en estado puro.

 

NOTAS DEL TEXTO

[1] Quevedo, Semblanza, pp. 219-222.

[2] García Tapia, Los códices de Leonardo en España, p. 387.

[3] Vélez De Guevara, El diablo cojuelo, fol. 73r.

[4] Marcaida, Arte y ciencia en el barroco español, p. 110.

[5] Reula Baquero, El Camarín del desengaño, p. 374.

[6] AHPM, Escribano Diego de Orozco, Protocolo 7672, fol. 248r.

[7] Reula Baquero, Francisco de Quevedo, Juan de Espina y la silla mundo, p. 181-232.

[8] Reula Baquero, El Camarín del desengaño, p. 46.

[9] Espina, Memorial, p. 200.

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