Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que el oficio del arte parecía reservado a los hombres. Hubo un tiempo en que las mujeres sólo podían cultivar el arte como una forma de sofisticar su cultura y entretenerse mientras esperaban la llegada del marido que las convirtiera en lo que estaban “destinadas”, en amas de casa y cuidadoras de su familia. Hubo un tiempo, en el que poco a poco las mujeres se hicieron un hueco, casi invisible, en las Academias de Bellas Artes y empezaron a mostrar que ellas también podían tener talento. Hubo un tiempo, en el que para poder enseñar sus obras al gran público tan sólo podían participar en las Exposiciones Nacionales como INVITADAS.

     Esa historia de la lucha no tan callada de muchas mujeres para hacerse hueco en el arte es la que cuenta la maravillosa exposición del Museo Nacional del Prado comisariada por el siempre agudo y magnífico investigador Carlos G. Navarro. Una muestra con la que no sólo se pretende visibilizar la producción de las mujeres pintoras y escultoras en España desde el reinado de Isabel II hasta el final de la era alfonsina, sino que también nos muestra la forma de vida y la ideología imperante de una época sobre las mujeres y cómo esta visión de los hombres condicionó la vida de las féminas.

     Como dice Carlos G. Navarro:

«El siglo XIX se ocupó de delimitar con precisión el sitio que dejaba a las mujeres. Si el modelo social del Nuevo Régimen había permitido a los hombres pasar de súbditos a ciudadanos, a ellas las situó, idealmente, en el ámbito de lo doméstico, supeditadas a los hombres de la casa y despojadas de la mayoría de los derechos de que disfrutaban ellos».

Navarro, C.G, «Fragmentos sobre mujeres […]», Invitadas, 2020, p. 15.

     Sin embargo, un grupo de mujeres lucharon contra esos cánones y con el lugar que se les había impuesto, tanto en la vida social como en el arte. Así algunas intentaron abrirse camino como artistas pese a todos los inconvenientes y, a través de su esfuerzo y pequeñas desobediencias, fueron conquistando un lugar propio, aunque su reconocimiento como artistas no se les de en la mayoría de los casos hasta bien entrado el siglo XX. Mientras, tuvieron que ver cómo la crítica las trataba con conmiseración o hacía consideraciones de ellas basadas en su aspecto y no en su obra, o cómo las viñetas satíricas vertieron burlas ácidas y descarnadas ante sus aspiraciones de incorporarse a las estructuras del arte, como muestra el texto de Carlos Reyero en el catálogo.

Plano de la exposición. Fuente: Museo Nacional del Prado.

     A través de 134 obras de arte, muchas de ellas pertenecientes al fondo del Museo del Prado, y nunca o escasamente exhibidas, y otras de diferentes museos nacionales, como el Reina Sofia, la Fundación Lázaro Galdiano, Patrimonio Nacional o el Museo Sorolla, divididas en diecisiete secciones, se va analizando el lugar que las mujeres ocuparon en el arte y la sociedad durante el siglo XIX y principios del XX. Por un lado, primero se refleja la mujer como objetivo pasivo. Se muestra así cómo el Estado pretendía plasmar a la mujer, su papel en la sociedad y el adoctrinamiento ejercido por éste para que las mujeres no se salieran del molde establecido. A esta visión corresponden secciones como “Reinas e Intrusas”, donde se aborda el enfrentamiento por la subida al trono de Isabel II y el derecho de la mujer a ocupar el trono; “El molde patriarcal”, “El arte de adoctrinar” o “Brújula para extraviadas”, donde se hace hincapié sobre el tipo de educación que debían recibir las mujeres, cuál debía ser su lugar en la sociedad y las consecuencias que tenía el no amoldarse al estricto patrón moral establecido por el patriarcado; “Desnudas”, en el que el cuerpo femenino es mostrado para deleite de la mirada masculina, o en el que también se hace referencia al posado artístico de modelos obligadas a desnudarse en los ateliers por necesidades económicas; o “La reconstrucción de la mujer castiza”, donde se pretende imponer, frente a la imagen de la mujer moderna y liberada que empezaba a darse en España a comienzos del siglo XX, el de una mujer castiza, conservadora y ataviada de una manera anacrónica.

José Soriana Fort, ¡Desgraciada!, 1896. Madrid, Museo Nacional del Prado.

Ignacio Zuloaga, Una manola, ca. 1913. Madrid, Museo Nacional del Prado.

     Una segunda parte de la muestra analiza el papel como objetivo activo de la mujer, como participante en el sistema artístico. Así vemos en la sección de “Náufragas”, término con el que ellas mismas se designaron, la representación de los trabajos mudos de algunas mujeres dentro del arte como es el caso de Josefa López, esposa de José Gutiérrez de la Vega, que era quien le preparaba los colores o los lienzos. “Pintoras en miniatura”, “Las primeras fotógrafas” y “Señoras “copiantas”, son secciones que exploran los reductos artísticos en los que el trabajo de la mujer en el arte fue bien visto y en los que incluso llegaron a lograr cierta consideración, siendo éstos los ámbitos principales que debían practicar para su sostenimiento económico. El apartado de “Reinas y pintoras” explora la labor ejercida por Isabel II como practicante del arte y como coleccionista de obras de mujeres artistas. Este mecenazgo llevará a la inclusión de las artistas femeninas en las Exposiciones Nacionales a partir de la época alfonsina. “Las viejas maestras y las verdaderas pintoras”, habla de cómo el acceso restringido de las mujeres a la formación artística favoreció su dedicación a ciertos géneros como el del bodegón, en el que lograron sobresalir nombres como el de María Luisa de la Riva o Julia Alcayde. Finalmente, el apartado de “Anfitrionas de sí mismas” muestra cómo un grupo de mujeres se salieron del molde establecido y se enfrentaron al sistema, tanto recibiendo enseñazas que incluían el estudio del desnudo al natural, como elaborando obras de desnudo o de historia, géneros que estaban vetados anteriormente para ellas. Dentro de esas mujeres valientes y de gran talento estarán María Antonia de Bañuelos, que tendrá que marcharse a París para poder ser reconocida y triunfar en el arte; Elena Brockmann, que logró que el Estado comprase alguna de sus obras aunque fracasó en su intento de ser considerada como pintora de historia; y Aurelia Navarro, cuyos desnudos femeninos fueron rechazados por la crítica y acabó recluida en un convento por presión de su familia.

Isabel II, reina de España, Sagrada Familia del pajarito (copia de Murillo), 1848. Patrimonio Nacional.

     Asimismo, gracias a esta muestra es importante destacar que se ha llevado a cabo la restauración de más de cuarenta piezas artísticas, tanto lienzos como esculturas u obras en papel, por lo que se ha asegurado la conservación de todas estas obras, algunas de ellas en un estado muy precario, y se ha las ha devuelto su esplendor perdido.

     La exposición fue inaugurada ayer lunes y estará en las salas del Museo del Prado hasta el próximo 14 de marzo. Os recuerdo que por protocolo Covid aquellos de vosotros que queráis ir a verla tenéis que reservar entradas con antelación (aquí). Es una buena ocasión para volver al museo, descubrir después del Reencuentro nuevamente sus salas, y comprobar que en este país, como en muchos otros, hubo un talento soterrado, casi olvidado, pero que el empeño y sabiduría de un comisario, Carlos G. Navarro, y un grupo increible de historiadores del arte como Estrella de Diego, Mathilde Assier, Eugenia Afinoguénova, Carolina Miguel Arroyo, Amaya Alzaga, María Cruz de Carlos, Asunción Cardona, María de los Santos García Felguera, Leticia Azcue, María Dolores Jiménez-Blanco, Carlos Reyero y Juan Ramón Sánchez del Peral, nos han ayudado a descubrir y no volver a olvidar, a través de las páginas de un catálogo que quedará como un libro definitivo, el nombre de multitud de artistas de primera fila. Las INVITADAS han llegado para quedarse y para brillar con luz propia. Una luz que esperemos que no se apague y bien al contrario ilumine cada día con más fuerza.

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