Esta semana volvemos a retomar el fantástico trabajo de Alejandro Sáez Olivares (@Alesaez14) sobre el bodegón en la escuela española. Hoy nos acerca concretamente la pintura de bodegones en Sevilla y el caso, bastante excepcional, de Diego Velázquez. Espero que os resulte de interés.

Para conocer toda la serie anterior ver aquí.

La pintura de bodegones en Sevilla

          La aparición de la pintura de bodegones se dio relativamente pronto en Andalucía. Como ya hemos visto (ver aquí), se ha considerado que las decoraciones de los fresquistas que decoraron las salas de la Alhambra que irrumpieron en Granada a principios del siglo XVI inspiraron la formación decorativista de pintores como Antonio de Mohedano, Pablo de Céspedes y Blas de Ledesma entre otros. Sin embargo, tradicionalmente se ha considerado la llegada de Pedro de Camprobín (1605-1674) como el nacimiento del género del bodegón en la región andaluza.

Francisco de Zurbarán: Bodegón con cacharros, ca. 1650. Óleo sobre lienzo, 46 x 84 cm. Madrid, Museo Nacional del Prado.

          Pero antes de adentrarnos en su figura debemos considerar la influencia que la pintura de Francisco de Zurbarán (1598-1664) y su hijo Juan de Zurbarán (1620-1649) tuvieron sobre los pintores que se dedicaron a las naturalezas muertas en el entorno andaluz. La obra del genial pintor extremeño apenas cuenta con un puñado de bodegones en su trayectoria, ya que su éxito como pintor religioso le mantuvo desde muy pronto ocupado con grandes encargos tanto en Sevilla como en la corte madrileña, no obstante ese pequeño grupo de cuadros puede se considerado como un hito en el género. Su estilo marcado por una sensibilidad austera, una extrema atención por el detalle, y un potente foco luminoso que potenciaba los valores táctiles jugó en favor de la construcción de unos modelos de bodegón que se han interpretado desde el más puro simbolismo de la mística contrarreformista, donde todo elemento de la naturaleza se considera obra y prueba del amor de Dios, parte de la divinidad presente en la tierra. Al menos así han sido considerados sus dos trabajos más importantes en este campo: el Bodegón con cesta de naranjas y el Agnus Dei. El primero, firmado y fechado en 1633, es de una calidad táctil extraordinaria. Pintado en la cumbre de su carrera, se asocia por su composición, plasticidad e iluminación, cercano a Sánchez Cotán, aunque por su refinamiento también se pueda ver la huella de Van der Hamen. En esta obra el principal elemento es la luz, que rescata del oscuro fondo brillantes y apetitosos frutos dispuestos en rigurosa simetría, lo que les confiere una rotundidad física que se traduce en solemnidad y ennoblecimiento, en emoción trascendente y espiritual. Sobre todo si tenemos en cuenta la lectura simbólica que todo feligrés sabía hacer de los elementos que se representaban. En concreto, tradicionalmente se ha considerado que en esta obra la cesta de naranjas con flores de azahar simbolizan la virginidad y la fecundidad, la taza de agua y la rosa, la pureza y el amor divino respectivamente, y que las frutas de la derecha no son limones, sino cidras, símbolo de la fidelidad en el amor[1].

Francisco de Zurbarán: Plato con limones, cesta con naranjas y taza con una rosa, 1633, Museo Norton Simon, Los Ángeles. Foto: wikipedia.

          El otro gran bodegón de Francisco de Zurbarán es el Agnus Dei, considerada una de las pinturas más representativas del Siglo de Oro español. En ella se representa un cordero merino con las patas atadas, preparado para ser matado, sobre un escalón de piedra, que bien puede parecer un altar de sacrificio, todo dispuesto ante un fondo oscuro. La inocencia que resalta la blancura de su pelaje, la mansedumbre que transmite, y la soledad e indefensión en la que se encuentra, dirigen nuestro ánimo hacia la emoción, hacia la compasión. Basado en los textos sagrados se nos muestra el tradicional símbolo del sacrificio que el Hijo de Dios hizo por salvar a la humanidad del pecado, el “cordero de Dios que quita los pecados del mundo”[2]. Existen varias versiones de la obra, lo que demuestra el éxito que tuvo el modelo, aunque con ligeras variantes, como la inclusión de un nimbo de santidad que corona la cabeza del cordero en la versión que se conserva en San Diego, lo que confirmaría la visión simbólica del cordero como alimento natural y espiritual. En estas obras Zurbarán despliega sus mejores dotes artísticas, demostrando su tradicional obsesión por el detalle que le lleva a evocar magistralmente las cualidades táctiles del pelaje pintado a partir de la observación de la realidad[3].

Francisco de Zurbarán: Agnus dei. ca. 1635-1640. Madrid, Museo del Prado.

          Juan de Zurbarán, por su parte, se especializó en pintura de bodegones, y aunque no vivió demasiado, llegó a establecer una buena red de clientes en la Sevilla de principios del siglo XVII aprovechándose del auge que este tipo de pinturas estaba alcanzando en las capas altas de la sociedad. Su estilo, que evoluciona del claroscurista, sobrio y rotundo de su padre, muestra agrupaciones algo más complejas y buscando cierta profundidad, aunque no llegaría a desarrollarlo completamente ya que una epidemia se llevó su vida a los 29 años.

 

          Discípulo del toledano Luis Tristán, encontramos en los bodegones de Pedro de Camprobín la huella de Sánchez Cotán, de Arellano, y sobre todo de Zurbarán al mostrar una mayor simplificación y visión íntima de los temas. Estamos ante un caso de bodegonista estricto, ya que dentro de su producción apenas se encuentran ejemplos de pinturas religiosas o retratos, pero sí una cantidad ingente de naturalezas muertas de todo tipo. Desde simples escudillas con frutas, pasando por sofisticados floreros, composiciones insertas en paisajes, estancias idealizadas o lujosos mobiliarios, Camprobín desarrolla a partir de los años cincuenta tal cantidad de variantes que podemos decir que en su obra se condensa la mayor parte de características del género. Aunque su llegada a Sevilla se remonta a 1628, no se conocen obras de su mano hasta 1650, justo después de una plaga bubónica que asoló Sevilla, en las que representa apetitosas aves de caza o cestas atestadas de frutas, por lo que podemos ver sus pinturas como espejismos inalcanzables en la realidad del momento[4].

Pedro de Camprobín. El caballero y la muerte. Hospital de la Caridad. Sevilla. Foto: @cipripedia

          Fue un artista permeable a las influencias y tradiciones artísticas que observaba, y prueba de ello son unas composiciones en las que se representan unas escenas palaciegas propias de las clases aristocráticas sevillanas en las que entre paisajes y arquitecturas imaginarias, dispone lujosos recipientes llenos de frutas y dulces, acompañados de flores e instrumentos musicales. En ellos se percibe la huella italiana del tema, la cortesana de Van der Hamen en los recipientes y dulces, y la de Zurbarán en la precisión del detalle y los arreglos florales. Dada su versatilidad en la temática y lo prolífico de su obra motivada por un monopolio casi exclusivo del género, practicó todo tipo de variantes especializándose en composiciones presididas por arreglos florales, que si bien se inspiran en la obra de Arellano, evitan la copiosidad de este buscando una mayor moderación, rodeando los motivos de espacio y aire, y bañando las flores de una luz más suave que impregna la obra de calma[5].

 

          Durante la segunda mitad del siglo XVII triunfarán en Sevilla ciertas variantes de las naturalezas muertas como las Vanitas pintadas por el genial Juan de Valdés Leal (1622-1690), llenas de representaciones simbólicas vinculadas a los discursos de los predicadores jesuíticos, y los trampantojos, género de ascendencia nórdica en el que los artistas trataban de engañar a la vista representando con enorme realismo elementos cotidianos como armas, papeles, tinteros, etc., colgados y distribuidos en paredes.

El caso de Velázquez

          La singularidad de uno de los grandes genios del Arte Universal merece que tratemos su caso aparte del resto de artistas sevillanos, ya que si bien cultivó el género del bodegón solamente durante sus primeros años de actividad en Sevilla, nos ha dejado ejemplos enormemente significativos y singulares. El mismo Pacheco, quien no era precisamente un apasionado de los bodegones, los defiende si son pintados como hacía su yerno: “alzándose con ésta parte sin dexar lugar a otro y merecen estimación grandísima”[6].

Diego Velázquez (atrib.): Bodegón. ca. 1642-1645. Foto: Agencia EFE.

          Desde sus primeros trabajos en los que aún no se termina de configurar su estilo naturalista, y en los que todavía se detectan evidentes defectos técnicos y compositivos, observamos cómo se vio influido por las corrientes caravaggistas que llegaban desde Italia y por la tradición flamenca de las escenas moralizantes de tiendas y bodegas. En Los tres músicos y Dos hombres y un muchacho nos presenta un tipo de cuadros de “vida libertina” que estaban teniendo un gran éxito en Italia, conocidas como “pinturas ridículas”, en las que se presentaba a personajes de clase baja riéndose y dejándose llevar por sus pasiones que representa a través de gestos, miradas y actitudes, sirviendo de crítica al hombre que se abandona a los placeres sin mesura[7]. Aunque inspirado en los ejemplos flamencos en los que abundan los alimentos, en estas escenas apenas hay comida sobre la mesa. Los manteles están limpios, los recipientes relucen, pero las viandas escasean como si de escenas picarescas se tratara. Por ello cabe la interpretación de querer ver los pequeños placeres que se pueden permitir las gentes de las clases bajas, con un mendrugo de pan, una escasa ración de pescado y el omnipresente vino que aleja las penas.

Diego Velázquez: Los tres músicos. ca 1618. Gemäldegalerie, Berlín. Foto: wikipedia.

          En la Vieja friendo huevos Velázquez se desmarca de este tipo de escenas y se enfrenta a la realidad cotidiana, desnuda y sin dobles intenciones, acercándose a un estilo propio en el que nos traslada a los personajes de su época en medio de sus quehaceres domésticos. Una anciana sentada frente a un hornillo en el que está friendo huevos, se parapeta tras una mesa desnuda en la que los alimentos escasean y los cacharros parecen deteriorados por el uso diario, mientras un joven entra en la escena cargando con un melón y un recipiente de cristal. Tratada desde la observación del natural en su estudio, recreó la situación con un total control sobre la misma, desarrollando ahora una capacidad magistral del tratamiento de las luces y las texturas desde los rostros y vestimentas hasta las vasijas y cacharros, y cuyas ductilidades reprodujo con tremendo verismo. La mesa parece más bien un bodegón superpuesto a la escena, ya que adquiere protagonismo por sí mismo, dirigiendo nuestra atención hacia los elementos que lo componen más que a los personajes que los manejan.

Diego Velázquez: Vieja friendo huevos. 1618. National Galeries of Scotland. Foto: wikipedia.

          La evolución en el estilo velazqueño se puede comprobar a través de otra de sus grandes obras: El Aguador de Sevilla. A través de una construcción ya más equilibrada, observamos a tres figuras representando las tres edades de la vida, unidas en una acción sucesiva y encajadas en una acertada composición de la perspectiva. El anciano, poseedor de la sabiduría, se la entrega en forma de copa al joven, y el hombre maduro del fondo bebe de ella. Si no fuera por la solemnidad que transmiten las figuras, lo ceremonioso de la escena y la serenidad de los gestos podríamos pensar en otra escena de “pintura de risa” inscrita en un ambiente de bodegas. Utiliza la copa de agua, pintada con maestría ilusionista, como centro de la composición, y nuestra atención es reclamada por la tinaja del primer plano que gracias a la plasticidad del modelado parece salir del cuadro. Asimismo debemos destacar la asociación de los elementos del bodegón a las figuras que los acompañan, estableciendo comparaciones entre las superficies de los barros con las pieles de los personajes[8], y la utilización de colores terrosos humildes, reflejando la idea clásica de que el valor de la obra no reside en el valor de sus materiales, sino en la habilidad del artista.

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Diego Velázquez: El aguador de Sevilla. 1620. Apsley House. Londres. Foto: wikipedia.

          Por último debemos poner el acento en las piezas que representan bodegones de cocina y escenas religiosas, temática conocida como bodegones “a lo divino”. Este tipo de obras eran habituales en la pintura flamenca de finales del siglo XVI, y como hemos visto las composiciones de Beuckelaer tuvieron gran acogida en la Sevilla de entonces, solo que en el caso de Velázquez, estos modelos son replanteados a su propio estilo ya a la religiosidad castellana. En Cristo en casa de Marta y María y en La cena de Emaús el sevillano divide la obra en dos espacios: uno en primer plano donde vemos escenas de cocina contemporáneas al pintor, y otro tras una ventana que representa la escena religiosa, consiguiendo establecer con esa separación física también una distancia temporal. A diferencia de los nórdicos, reduce a la mínima expresión los alimentos sobre la mesa, representando humildes alimentos como pescados, huevos y ajos, de acuerdo con la abstinencia carnal que se puede relacionar con la escena que representa al fondo, así como cacharros de cocina desportillados y gastados por el uso, como los que podríamos encontrar en cualquier cocina sevillana. Llama la atención como además se recrea mucho más con los detalles del bodegón que con los de la escena religiosa, esta última mucho más ligera de factura, reclamando nuestra atención hacia el primer plano e invirtiendo la narrativa clásica.

 


Notas:
[1] Todos estos atributos los relaciona Gállego con la tradicional devoción a la Virgen María. Trinidad DE ANTONIO, “Zurbarán y la pintura de bodegones”, El bodegón. Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2000, pp. 259-272.
[2] San Juan Evangelista (1:29), en Ibidem.
[3] Peter CHERRY, Arte y Naturaleza. El Bodegón Español en el Siglo de Oro, Ed. Doce Calles, Aranjuez, 1999. p. 254.
[4] Peter CHERRY, Arte y Naturaleza… p. 263.
[5] Peter CHERRY, Ibidem, p. 267.
[6] Alfonso E. PÉREZ SÁNCHEZ, Pintura española de bodegones y floreros de 1600 a Goya, Museo del Prado, Madrid, 1983p. 73.
[7] Peter CHERRY, Ibidem, p. 114.
[8] Siendo más suave la juventud y más rugosa la ancianidad. Peter CHERRY, Ibidem, p. 116.

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