Hoy volvemos a recurrir a la pluma amiga de Alejandro Sáez Olivares (@Alesaez14), que poco a poco nos está introduciendo en el género pictórico del bodegón. Para recordar sus artículos anteriores ver aquí, aquí y aquí. En este nos hablará con más detenimiento de la escuela madrileña y el entorno cortesano, fundamentales para entender el barroco hispánico en general. Muchos de los artistas formados en otras escuelas convergerán en la Corte, atraídos por las posibilidades que ésta les proporcionaba, por lo que se van a poder rastrear ecos de las demás escuelas hispánicas y sobre todo, ecos de las novedades que vienen de fuera a enriquecer las colecciones reales. Esperamos que disfrutéis de su lectura.

          La popularización del género del bodegón hizo que también desde el entorno de la Corte, en el Madrid que estrenaba capitalidad, surgiera una corriente y un gusto por coleccionarlos. Desde los grandes señores cercanos al rey, a los funcionarios de corte, formarían una clientela que atraería artistas y talleres especializados, así como provocaría que los pintores vinculados a esta escuela se lanzasen a componer naturalezas muertas, aun sin ser precisamente especialistas en la materia.

          Debido a la naturaleza del trabajo nos hemos visto obligados a dejar en el tintero artistas como Mateo Cerezo, Juan de Arellano, o el propio Crescenzi entre otros, sin los que una historia del bodegón madrileño queda incompleta. Emplazamos al lector interesado a acercarse a ellos y otros muchos a través de la bibliografía consultada, para este último le remitimos al artículo publicado sobre su labor arquitectónica (ver aquí) y sobre su figura artística en general (ver aquí).

          El caso más representativo de la escuela madrileña es Juan de Van der Hamen y León (1596-1631). Hijo de padre flamenco, perteneció a la Guardia de Arqueros Flamencos del rey, por lo que su vinculación con las más altas esferas, así como a los círculos de emigrantes se muestra más que evidente. Ello podría justificar que sus primeras obras conocidas tengan tanto de la pintura nórdica, al menos en cuanto a ciertas composiciones de mesas preparadas que nos han llegado[1]. No obstante, conviene recordar que Van der Hamen no se dedicaba exclusivamente al género de las naturalezas muertas; sus composiciones religiosas, sus múltiples retratos y sus poéticas alegorías se ganaron el reconocimiento de autores y clientes, alcanzando cierta fama durante su breve vida. En este punto hemos de señalar sus excelentes relaciones con la vida intelectual madrileña, siendo amigo de artistas como Herrera Barnuevo o escritores de la talla de Lope de Vega, lo que le garantizaría el éxito de crítica.

          Como bodegonista, todos los autores coinciden en su deuda con la pintura de Sánchez Cotán, que sin duda llegó a conocer, introduciendo el marco-ventana del toledano, los elementos suspendidos por cuerdas, y por su utilización de la luz[2]. A estas características añadió cierta “cortesanización”[3], incluyendo en las composiciones recipientes de modernas decoraciones al romano, e introduciendo cierto lujo a través de los materiales de las copas, vasijas y jarrones que contienen los alimentos. Hemos de tener en cuenta que la clientela cortesana tenía bastante más poder adquisitivo que la toledana, por lo que, si quería que las composiciones resultasen reales para los clientes, tenían que adaptarse al lujo de sus hogares.

          Aunque debido a lo prematuro de su muerte su carrera fue corta, podemos observar cierta evolución en sus bodegones, pasando de unas composiciones más toledanas cargadas de simetría y sobriedad compositiva a una mayor complejidad y variación de ritmos, situando los recipientes y alimentos en distintas alturas y planos, lo que proporciona a cada elemento su propio espacio independiente en el conjunto del cuadro. En estas obras observamos cómo se recrea en los brillos de los cristales que reflejan la luz de la ventana, en la delicadeza de las lozas y en la elegancia de los recipientes, contenedores de variadas flores y delicados manjares, a los cuales, en un alarde de idealismo estético, libera de las posibles imperfecciones, mostrándonos a la naturaleza en una madurez idílica y perfecta, y alejándose del naturalismo subyacente en el género.

          Otra de las personalidades más importantes y enigmáticas que surgen durante el primer tercio del siglo XVI en Madrid es Juan Fernández, artista que residía en el campo y solamente acudía a la ciudad de forma puntual para vender sus cuadros, por lo que fue conocido con el sobrenombre de El Labrador. A pesar de conservarse una única obra firmada, contamos con un importante número de atribuciones que nos permite clasificarle como uno de los artistas más emblemáticos del género. En contraposición a Van der Hamen, su obra se despoja de todo artificio y adelanta las frutas hasta un primerísimo plano, ocultando las posibles referencias espaciales y centrando nuestra atención en el simple fruto como producto de la naturaleza, que nos muestra de forma explícita[4]. Dichos frutos parecen recién sacados de su entorno, pudiéndose apreciar en sus racimos de uvas el hollín y el mosto a través de brillos y vivos colores, pero no deja de ser un engaño más, ya que dispone en los sarmientos, que cuelgan de finos hilos, distintos tipos de uvas buscando armonizar las composiciones y jugar con las tonalidades y colores de cada variedad, siempre con un potente foco de luz caravaggista que destaca los elementos sobre un oscuro fondo.

Juan Fernández “el Labrador”: Florero, 1635. Madrid, Museo Nacional del Prado.

          Aunque se conocen algunos paisajes y floreros con delicados jarrones dentro de su producción, fue principalmente conocido por sus pinturas de uvas, siendo especialmente bien recibidas en los entornos de embajadores extranjeros como Sir Arthur Hopton, quien se mostró siempre interesado en adquirir sus obras para enviarlas al rey de Inglaterra[5].

Bodegón con cuatro racimos de uvas

Juan Fernández “el Labrador”: Bodegón con cuatro racimos de uvas, ca. 1636. Madrid, Museo Nacional del Prado.

          La producción artística de El Labrador se ha asociado a influencias italianas, posiblemente llegadas a Madrid a través del artista, consejero y diseñador italiano, Giovanni Battista Crescenzi, quien llegó a la Corte en 1617 y fue el gran responsable de la difusión del gusto por el bodegón en el entorno cortesano como coleccionista y promotor de artistas. Uno de estos artistas fue Antonio de Pereda.

Giovanni Battista Crescenzi: Bodegón con uvas y peras. Colección privada.

          Pereda nació en Valladolid en 1611, y desde muy joven ya aparece integrado en la corte madrileña bajo la protección del propio Crescenzi, quien le facilitaría participar en la decoración del Salón de Reinos con su cuadro El socorro de Génova por el marqués de Santa Cruz. Su producción destaca por el gusto por la pintura religiosa, su habilidad compositiva y un vibrante colorido de aire veneciano, y aunque suponemos que cultivó el bodegón durante toda su vida, apenas se conoce una docena de obras dedicadas al género. En la década de los treinta podemos encontrar dos obras que nos permiten acercarnos a su visión del género. En el Bodegón con nueces muestra un puñado de nueces en distintos estados dejadas descuidadamente sobre una estrecha repisa de madera. El pequeño formato de la obra, su marco circular y el primer plano en que sitúa los frutos parecen querer indicar que estamos observándolas a través de una lupa. Un potente foco de luz modela la fisionomía de los elementos en un excepcional alarde naturalista, remarcando las distintas texturas de la cáscara, las semillas y membranas que se observan. Dispuestas también en círculo, las nueces se muestran en distintos estados para que podamos ser testigos de todas las posibilidades que existen en su naturaleza: enteras, abiertas y vacías exhiben su dureza y rugosidad por un lado, y por el otro la carnosidad de un contenido que se va revelando poco a poco[6]. El delicado tratamiento de las superficies cavernosas de las nueces se ha querido asociar a las representaciones de calaveras que incluyó el mismo Pereda en sus famosas vanitas, y también se podría interpretar la disposición en círculo de todos sus estados como una visión del ciclo de la vida, aunque lo único constatable en la obra es la presentación sin pretextos de ningún tipo de la propia naturaleza despojada de artificio y estudiada casi de forma científica[7]. No subyace un simbolismo piadoso, no se desarrolla ninguna historia moralizante, hay solamente nueces.

Antonio de Pereda: Bodegón de Nueces, 1634. Bilbao, Colección privada. Foto: Pinterest (jean jacques wolff)

[1] Alfonso E. PÉREZ SÁNCHEZ, Pintura española de bodegones y floreros de 1600 a Goya, Ministerio de Cultura, Madrid, 1983, p. 41.

[2] Íbidem.

[3] Ángel ATERIDO, El bodegón en la España del Siglo de Oro, Edilupa Ediciones, España, 2002, p. 37.

[4] Ángel ATERIDO, Ibidem, p. 46.

[5] Alfonso E. PÉREZ SÁNCHEZ, Ibidem,p.43.

[6] Gabriele FINALDI, “Antonio de Pereda y la piel de la naturaleza”, en John BERGER (coord.), El bodegón, 2000,  p. 293.

[7] Ángel ATERIDO, Ibidem, p. 51.

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