Cuando hablamos de restauración, solemos hacerlo como una forma de preservación del patrimonio. El problema es entender qué significa preservar un original y cuál ha de ser el criterio de dicha intervención. Hace poco tratamos en el blog sobre la restauración, realizando un análisis y estado de la cuestión actual (aquí). Hoy queremos reflexionar sobre cómo una mala intervención o un criterio que en un momento parecía correcto ha dado lugar a la alteración, o simplemente, a la desaparición de un original.
Lo malo de las intervenciones cuestionables o cuestionadas es que no se circunscriben a una sola manifestación artística o cultural ni a un sólo ámbito territorial. Pero es cierto que últimamente se tienen muchas más reservas a la hora de hacer una intervención y se intenta que ésta no sea agresiva.
El campo donde tradicionalmente se habla de restauraciones es en la pintura y es en este medio donde más mediático resulta una mala intervención, pensemos en los casos destapados por la prensa, como el Ecce Homo de Borja (aquí) o las pinturas de Fray Manuel Bayeu en la Cartuja de las Fuentes en Sariñena (aquí y aquí). Pero hay dos campos donde parece que no se ha conseguido poner límites y se están haciendo verdaderas calamidades: la escultura y la arquitectura.
La mala praxis es visible sobre todo en las piezas artísticas que no se encuentran en los grandes museos, aunque bien es cierto que éstas tampoco están a salvo de malas intervenciones, sino en aquellas que forman parte del patrimonio de cofradías, iglesias, diócesis, etc. y que por tradición vienen siendo obras que motivan cierta devoción. Han sido por tanto, los lugares de culto y principalmente sus imágenes los ejemplos palpables de una verdadera pérdida de piezas artísticas en aras de unos criterios, unas veces estéticos, otros muchos prácticos, en los que se intentaba que la obra luciese como “nueva”, con todo el peligro que ese término conlleva.
Dos factores o criterios han sido especialmente dañinos a la hora de acometer la restauración de nuestro patrimonio:
1) La mal entendida “pureza”. Es decir, hay restauradores que no comprenden que las obras de arte no sólo representan un momento histórico determinado y una mentalidad acorde a ese momento, sino que además ese bien patrimonial tiene una historia propia que hay que considerar antes de la intervención. Esto queda de manifiesto sobre todo en la arquitectura. En el siglo XIX y principios de XX primaba sobre todo destacar la pureza de un sólo estilo, y se arrasaba con todo lo demás. Ejemplo de ésto, fue lo acontecido entre 1869-1879, con la Catedral de León y con su fabuloso retablo, obra barroca de los Tomé. Éste sufrió los envites de los arquitectos “puristas” encargados de la restauración de la catedral y fue desmontado en aras de esa idea de “limpieza” que imperaba en el momento. Afortunadamente varias de sus piezas fueron reencajadas en otro templo leonés, con lo que al menos no se perdieron sus tablas. Pero no sólo sufrió el retablo, sino que también se vio profundamente afectado el coro catedralicio que fue literalmente abierto para que no entorpeciera la perspectiva de la nave gótica. Con la idea de no destruir totalmente el coro de madera del siglo XIII, se decidió recolocar el arco que servía de separación entre el coro y el presbiterio en la parte del trascoro, destruyendo así todo el lugar de honor de un coro hispano. El encargado de la obra, el arquitecto Juan Madrazo y Kuntz y su sucesor Demetrio de los Ríos Serrano, se rigieron por la imagen de limpieza espacial proviniente de las catedrales francesas, donde el coro está integrado en el presbiterio de las catedrales. Se desvirtuaba así la tradición hispánica debido al proceso de recreación ideal llevado a cabo por Madrazo, que tras extensas lecturas del “Dictionnaire Raisoneé” de Viollet-Le-Duc dio a la Catedral de León un aire gótico francés. Con este criterio se borró la historia del edificio y se adaptó a los gustos y modas cambiantes. Afortunadamente el ejemplo no cundió, ya que si lo hubiera hecho, como sucedió en Francia, se habría acabado con infinidad de retablos, sillerías de coro, sepulcros, etc. Pensemos por un momento qué habría pasado si se hubiera aplicado ese mismo criterio en la catedral de Toledo… me horrorizo sólo de pensarlo. Afortunadamente hoy en día parece que ese criterio de “pureza” va siendo desterrado por los arquitectos.
2) Otro de los problemas más graves de las restauraciones es el intrusismo. Cuando en una obra intervienen manos poco expertas o nada preparadas y se atienden a criterios de economía, no hay mayor receta para el desastre. En buena parte de los casos terminan haciéndose verdaderas chapuzas que destruyen las obras. Ejemplo normalmente de estas prácticas son muchas iglesias y ermitas de pueblos, donde las reparaciones o “restauraciones” son llevadas a cabo por lugareños con un mal sentido de lo que significa reparar. Es de esta forma como tenemos capillas del siglo XVIII pintadas con gotelé o con “prácticos” revestimientos de plástico en las paredes, para que se puedan limpiar con mayor comodidad.
Sería necesario un plan regulador que impidiera que en las pequeñas iglesias y ermitas de pueblos se pudieran iniciar cualquier tipo de obra o reparación sin el conocimiento pertinente de la institución encargada del Patrimonio Artístico de su población o Comunidad Autónoma. Sin darnos cuenta, y a base del desconocimiento de algunos, aunque tengan buena fé, estamos restando valor histórico a nuestro patrimonio con unas intervenciones que en muchos casos son irreversibles. Hay que poner coto a las malas praxis, por mucho rendimiento económico que saque Borja de su reciente Ecce Homo o por poco que parezca importarles a los naturales de un lugar que su ermita sea un epítome de lo kitch. Ejemplo de esto último es el revestimiento de pintura plástica y gotelé que se le aplicó a toda la capilla del Cristo de la Misericórdia (Herencia, Ciudad Real) en la década de los 80 del siglo pasado. Nosotros seguiremos insistiendo, un original mal intervenido suele ser irrecuperable y por lo tanto #PatrimonioPerdido.