A la gran empresa constructiva de Felipe II, el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, le hemos dedicado sendos artículos, pues es una obra que representa como pocas el espíritu y el contexto de un momento histórico y lo que es más importante la imagen que un monarca quiso dejar de sí mismo (ver aquí, aquí, aquí y aquí). Pero la mole escurialense además debía cumplir una función especial: panteón dinástico, última morada de los despojos regios, lugar donde la dinastía guardaría memoria de los logros de sus ancestros y fiel reflejo de lo efímeras que son las glorias mundanas.

Pompeo y Leon Leoni: Grupo funerario de Felipe II

      La coexistencia de Palacio y Panteón en el Monasterio dotó a los miembros de la monarquía hispánica de cierta fascinación macabra que les llevaba a ir a observar los sepulcros de sus antepasados o directamente a asignarse el futurible hueco a ocupar por ellos mismos.

Cenotafio de Felipe II y su familia en el muro de la epístola del Altar Mayor. Basílica del Monasterio del Escorial.

     En el plan de Juan Bautista de Toledo, tracista del proyecto de El Escorial y responsable de su planta, el panteón se sitúa bajo el graderío del Altar Mayor, en una sala circular realizada con la misma proporción, pero a escala, del gran Panteón de Roma. La formación junto con Miguel Ángel en las obras del Vaticano dejó honda huella en el primer arquitecto del monasterio. La simbología no podía ser más clara, sobre las cabezas de los reyes y reinas difuntos se rezarían todas las misas y responsos del monasterio. Quedaban así disociados los monumentos funerarios del sepulcro o enterramiento regio, para los primeros habilitó los muros laterales del testero de la basílica, en los que encargará a los Leoni los grupos escultóricos en bronce dorado, Ocupando el espacio central de la tribuna-cenotafio, dejando a su vez los huecos de los lados para futuros grupos escultóricos similares: en el lado del evangelio se colocó el grupo de Carlos V y en el lado de la epístola el del propio Felipe II. Sus sucesores no quisieron o no se atrevieron a mover los grupos ni añadir ninguno más. Para el enterramiento se dispuso una bóveda encalada donde en sepulcros sobrios y nichos se depositaron los cuerpos regios, parecía una medida transitoria mientras se habilitaba el hueco de la bóveda del panteón bajo el Altar. Daba así Felipe II respuesta a la petición de su padre:

“Primer motivo que tuvo el Rey para la construcción del esta fábrica […] no había sido otra que la única obligación que la mencionada Majestad tenía de satisfacer la última voluntad de Carlos V, su difunto padre de buena memoria. Este monarca, después de haber renunciado a todos sus bienes, estados y reinos y haberse retirado al monasterio de san Jerónimo de Yuste, dejó escrito en su codicilo, como última voluntad, que después de su muerte, su hijo debería construir para él y su esposa la emperatriz, una sepultura en el lugar que le pareciera. Para cumplir su deber, y en atención al decoro debido a dos tan grandes personajes y progenitores, decidió construir un monasterio que sirviese de panteón para él y también a sus mujeres, hijos, hermanos, hermanas y a todas las demás personas de su sangre real”

Jehan Lherrmite, Los Pasatiempos (Manuscrito). Biblioteca Real de Bélgica

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Giovanni Battista Crescenzi: Naturaleza muerta con frutas, vegetales y champiñones. ca. 1615. Galería Estense, Módena.

     Será Felipe III el que recoja el testigo de su padre e inicie la planificación de la decoración del Panteón, para lo que convoca un concurso en 1617. De éste saldrá la traza maestra de manos del noble italiano Giovanni Battista Crescenzi (1577-1635), recién llegado de Roma a Madrid y que es el paradigma del diletante. Hombre culto, refinado y cosmopolita, además de pintor vocacional y que había ejercido en Roma labores de diseño arquitectónico y supervisión de obras trascendentes, como la Capilla Paolina en Santa María Maggiore. Crescenzi gana el concurso gracias a su pericia en el diseño y a las novedades aportadas en la decoración del espacio a base de mármoles de color negro y jaspe rojizo que contrastan con la obra de bronces dorados. Cambia la proporción original de Juan Bautista de Toledo, escavando un nuevo suelo, que supuso un reto técnico ya que en esa obra se descubrió un manantial de agua que brotaba de los nichos de la pared. Con la muerte, en 1621, de Felipe III la obra sufrió un parón que se va a prolongar durante parte del reinado de su sucesor Felipe IV. En 1626 se le encomiendan también a Crescenzi la supervisión de los bronces dorados contratados antes en Italia. El resultado final es una obra ochavada, no circular, con pilastras corintias pareadas separando los ochavos. Dos de éstos están ocupados por el Altar y por la puerta de acceso y el resto se destinan a los nichos con sarcófagos de mármol y bronce en número de cuatro en cada ochavo, más dos sobre la puerta de acceso. La bóveda de lunetos se decora con la misma policromía de mármoles y bronce dorado. Destaca el uso de roleos vegetales para la decoración de los lunetos y para el friso del orden corintio, novedad de gran trascendencia posterior en los retablos hispánicos.

Fernando Brambilla: Vista del Panteon de nuestros augustos Reyes en el Real Monasterio. Madrid, Patrimonio Nacional.

“Por último fuimos a ver bajo el altar mayor de la iglesia el panteón o bóveda donde resposarán los cuerpos de los reyes. Es esta una bóveda compartimentada en ocho lunetos, cada uno de los cuales está dividido a su vez por pilastras estriadas de orden corintio, cuyas basas y capiteles son de metal dorado. Sobre estos capiteles aparece una cornisa que recorre todo el arco de la bóveda del panteón. La parte baja de esta está adornada con ciertas rosa de metal y un poco más debajo de esta cornisa hay un pequeño friso con decoración vegetal también de metal dorado. Por encima de ella se desarrolla el luneto, que está separado por otra cornisa que se cierra después a través de las aristas que forma la bóveda, que están igualmente rematadas por vegetal y con listones del mismo metal dorado. La parte central de la bóveda será ocupada por cierta decoración también de metal en forma de gran rosetón dorado. El espacio que hay entre las dos pilastritas y las siguientes como hemos dicho, un nicho grandes dividido en cuatro compartimentos, en cada uno de los cuales, como sobre un entarimado, se apoya un arca sepulcral similar a aquellas cajas que se usaron un tiempo, de madera de nogal, que se llaman ataudes”

Cassiano del Pozzo, El diaro del viaje a España de cardenal Francesco Barberini, 1626, Biblioteca Apostólica Vaticana.

     El proyecto se completaba con una pequeña sacristía para el Panteón, el pudridero, la escalera de acceso con su portada y reja monumental y el panteón de infantes. Toda la obra se concluyó en 1654.

     Desde la muerte de Crescenzi en 1635, se había hecho cargo de las obras Alonso Carbonel, Aparejador Mayor de las Obras Reales y eventual Maestro Mayor por la caída en desgracia y posterior muerte de Juan Gómez de Mora (1636 y 1648 respectivamente). A este arquitecto debemos la traza del Retablo y Altar Mayor del Panteón, que si bien debía seguir en general el diseño de Crescenzi, creó un problema de adecuación: el gusto de Carbonel por el uso de columnas exentas y frontón partido en un hueco tan reducido, provocó que el Cristo crucificado de bronce dorado de Pietro Tacca, obra que debía ir en el retablo, quedara demasiado ajustado. Esto obligó a Felipe IV a encargar en Italia otro crucificado para el panteón. Como no podía ser de otro modo, se intentó que la obra fuera del mejor escultor del momento, lo que provocó el encargo en 1653 de un Cristo crucificado al mismísimo Gian Lorenzo Bernini, en un momento álgido de su carrera y coincidiendo con los últimos años de pontificado de Inocencio X, papa claramente filoespañol.

     La noticia era conocida por ser referida por Baldinucci en la biografía que dedicó al artista y que se publicó en Florencia en 1682:

“Y se llevó a cabo a petición del Rey de España Felipe IV, un gran Crucificado de bronce, que tomó su lugar en la Capilla del Sepulcro del Rey”

Filippo Baldinucci, Vita del Cavaliere Gio Lorenzo Bernino, Florencia, 1682

Gian Lorenzo Bernini: Cristo crucificado. ca. 1654. Monasterio de El Escorial

     La inauguración oficial se hizo con el traslado de los cuerpos reales a sus nuevos sarcófagos en los primeros días de marzo de 1654, en una ceremonia sencilla. Para la misma se tuvo que colocar de forma provisional el crucificado de Tacca, mientras se esperaba la llegada del de Bernini. Éste debió llegar en el transcurso de ese año, pues en el grabado de Pedro de Villafranca que ilustra la obra de Fray Francisco de los Santos con la descripción del Monasterio, realizada en ese año, aparece ya el crucificado de Bernini aunque con variantes pequeñas en el paño de pureza, que pueden deberse a un error del propio Villafranca al recoger la obra en dibujo previo.

Pedro de Villafranca: Retrato de Felipe IV en el libro de la descripción del Monasterio del Fray Francisco de los Santos

     Cuando se colocó el crucificado de Bernini, el resultado no fue del gusto del monarca y se encargará un tercer crucifijo para el Panteón al escultor italiano Domenico Guidi, discípulo de Algardi, que es el que se colocará definitivamente en 1659.

     Los dos crucifijos anteriores serán situados en otras dependencias monásticas. El de Pietro Tacca se ubicó en el Altar de la Sagrada Forma de Gorkum, tras el lienzo-telón de Claudio Coello. El de Bernini se colocará en la sacristía del colegio, un lugar secundario que hará que durante muchos años pase desapercibido para los estudiosos del escultor italiano.

     De esta forma quedó configurado el espacio destinado a los despojos regios, última morada de los todopoderosos monarcas hispánicos, que es a su vez un magnífico ejemplo de la teatralidad barroca. El lujo de los mármoles polícromos y el bronce dorado para albergar el fin de las glorias del mundo.

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