De todos es conocido que los objetos, sobre todo los artísticos, suelen tener varios usos y funciones. En el caso de los objetos artísticos, además de su utilización como elemento para el disfrute estético o el deleite, puede tener una utilidad religiosa, cultural, conmemorativa o política. En las complejas relaciones diplomáticas de la edad moderna los objetos artísticos también podían ser, por su naturaleza polisémica, un fantástico recurso para tratar de ganarse el favor de los monarcas.

Antonio Moro: Retrato del rey Felipe II. Bilbao, Museo de Bellas Artes.

     Un caso paradigmático es el del gusto artístico de Felipe IV y los regalos diplomáticos recibidos, del que hemos tratado ya en anteriores ocasiones (ver aquí). Pero hoy os queremos acercar el caso opuesto, el monarca con fama contemporánea de incorruptible: Felipe II.

Scipione Pulzone: Fernando I de Médicis, gran duque de la Toscana. Galería de los Uffizi. Foto: wikipedia.

     El contexto al que nos vamos a referir es el de las complejas relaciones del Rey Prudente, tras el tratado de Cateau-Cambresis, que suponía la supremacía de la política hispánica en Europa. En ese contexto, los antiguos aliados del Emperador Carlos contra los franceses, como eran los Duques de la Toscana y señores de Florencia, van a tratar de hacerse con los favores del rey, mediante el regalo diplomático. La supervivencia de la dinastía florentina pasaba irremediablemente por la dependencia política de España. Pero como comentaba el embajador Francesco Guicciadini en carta a su señor Fernando I de Médicis (1587-1609), los ministros de Felipe II se caracterizaban por ser circunspectos y reservados de tal forma que veía imposible que aceptasen ningún regalo que ayudase a conseguir los propósitos de los toscanos, salvo que fuese un objeto de devoción o para ornato litúrgico. La respuesta del Duque fue mandar un objeto litúrgico, el Nacimiento de la Virgen de Jacopo Ligozzi, para regalar al ministro Don Juan de Idiáquez, con el siguiente argumento:

“Dígale que se trata de un objeto de devoción […] que originalmente había sido encargado para unos monjes, pero cuando Su Ilustrísima vio su belleza sintió una especie de inspiración divina que le movió a destinarlo a la iglesia de ese caballero […]. Ninguna sospecha recaerá sobre ministro tan importante y tan estimado, ni nadie le podrá tachar de corrupto, ya que su bondad y probada integridad […] son bien conocidas del Rey y por supuesto de todo el mundo. Y el gran duque, por su parte, solo pretende manifestarle su estima y agradecido afecto”.

     Los objetos religiosos resultaban así especialmente adecuados como regalo diplomático ya que no daban motivos para la reserva y la suspicacia y además las cortes europeas sabían de la necesidad de este tipo de obras por parte de Felipe II para adornar su nueva magna obra de El Escorial. En parte este hecho conformó en Europa la imagen del monarca español como una persona especialmente pía y religiosa.

Agnolo Bronzino: Francisco I de Médicis, gran duque de la Toscana. Galería de los Uffizi. Foto: Web Gallery of Art.

     La situación de los Médicis estaba supeditada a la política italiana del rey español, éste no había confirmado el título de gran duque de la Toscana, y el ducado estaba bajo tutela española. El título se lo había otorgado Pío V a Cosme de Médicis (1519-1574), pero en 1576, las relaciones entre Florencia y Madrid vivían un momento delicado ya que el honor de la familia Médicis estaba en entredicho por el asesinato de dos princesas de la familia a mano de sus esposos. Semejante escándalo podía frustrar las intenciones de Francisco I (1574-1587) de conseguir de Felipe II el tratamiento de Alteza que supondría el reconocimiento del título para la familia. Para calmar las posibles consecuencias de este escándalo el duque se apresuró a mandar a Madrid un regalo:

“Habiendo oído que Vuestra majestad estaba ya poniendo los últimos toques en su templo de San Lorenzo de El Escorial, y profesando ser vuestro más devoto servidor, me parece apropiado participar de algún modo en esta vuestra obra más celebrada y famosa. De suerte que, encontrando un gran crucifijo de mármol de la mano del más excepcional y excelente maestro de nuestra época, lo juzgué digno de Vuestra Magestad […]”.

Benvenuto Cellini. Cristo Crucificado. ca. 1556-1562.

     La pieza mandada por Francisco I a Felipe II no es otra que el famoso Crucificado en mármol blanco que realizó Benvenuto Cellini entre 1556 y 1562. Cellini (1500-1571) es uno de los mejores representantes del manierismo florentino, ejerciendo de escultor y orfebre, siendo el autor del famoso Perseo en bronce de la Loggia dei Lanzi en la Piazza de la Signoría.

     El propio Cellini habla de su crucifijo en su autobiografía que lleva por título Vida y que no fue publicada hasta el siglo XVIII:

“Señora mía [se está dirigiendo a la duquesa Eleonora de Toledo], me he complacido en acometer por placer una de las obras más fatigosas que jamás hayan sido hechas en el mundo; y es un crucifijo de mármol blanquísimo, en una cruz de mármol negrísima, y es del tamaño de un hombre grande vivo.
Enseguida me preguntó qué es lo que quería hacer con él. Yo le dije:
-Sabed, señora mía, que no se lo daría a quien me diera dos mil ducados de oro en oro, pues por semejante obra jamás se ha tomado ningún hombre tan extremada fatiga; ni menos me habría obligado a hacerlo para cualquier señor, por miedo a sucumbir en la empresa. Me he comprado los mármoles con mi dinero, y he tenido casi dos años un oficial que me ha ayudado […]”.

     Cellini en el mismo texto refiere que había previsto colocar el Crucificado en una capilla de Santa María Novella, pero por una disputa con los frailes acabó colocándolo en la iglesia de la Anunzziata, sobre lo que sería su sepulcro.

     El gran duque Francisco contaba con que a Felipe II le entusiasmase una obra de tal calibre y calidad y la colocase presidiendo el altar mayor de El Escorial. Pero en esas fecha, 1576, es cuando Felipe II le está encargando las pinturas a maestros venecianos (ver post aquí) y seguramente estaba en su mente la utilización de bronces dorados para las esculturas del retablo, por lo que a la postre será Pompeo Leoni el ejecutor de las mismas.

     El rey prudente siguiendo un estricto sentido de la ordenación y la simetría en la decoración del templo ubicó el Crucificado en el trascoro, un lugar visto como secundario por su lejanía del altar. Víctima de la leyeda negra y de esa etiqueta de mojigato con la que la historiografía decimonónica nos ha presentado al monarca, siempre se interpretó este hecho de la ubicación de la escultura de Cellini, como la respuesta al hecho de que el Crucificado se hiciera sin paño de pureza, siendo un desnudo integral y por ello poco decoroso. Pero una revisión de la documentación y del propio programa iconográfico de la época han hecho a los especialistas cambiar esa versión y ver que el Cristo era visible desde la ventana central de la fachada principal de la Basílica, en el llamado Patio de los Reyes donde hay colocados seis estatuas de piedra blanca con reyes bíblicos. De tal suerte que la escultura florentina estaría vinculada a la fachada principal de la Iglesia.

     El padre Sigüenza comentaba sobre el Cristo de Cellini, su ubicación y la coincidencia de la fecha de conclusión del mismo y de iniciación de la obra escurialense la siguiente cita:

“A las espaldas de la silla del Prior y por todo aquel testero se hace un tránsito en la misma pared para las tres ventanas que caen al patio del pórtico y dan luz a las sillas bajas; en la de en medio está un altar en que se dice misa, y la oyen muchas veces desde el mismo pórtico, particularmente en verano, la gente seglar. En este altar está un crucifijo de mármol blanco, del tamaño del natural, de nuestro Salvador, según se echa de ver por el retrato de la sábana de Saboya que aquí tenemos en el relicario, muy medido y tocado con ella. El mármol se escogió a posta, porque tiene unas vetas que le sirvieron al maestro para declarar las venas; figura tan devota, tan bien entendida y acabada, que como pieza rara y de gran estima se la presentó a nuestro fundador el Gran Duque de Toscana, y desde que desembarcó vino hasta aquí en hombros, a lo menos en los pasos todos difíciles y en otros muchos que no lo eran, porque no padeciese algún encuentro. La cruz en que está clavado es de mármol negro, y aquella asienta en otra de madera para la firmeza y seguridad. El artífice es Benvenuto Zelino, natural de Florencia, singular escultor, famoso en Italia. Y es digno de advertencia que el mismo año que se comenzó esta fábrica se acordeló el Sitio y se escogió determinadamente por el Rey, y casi en el mismo mes comenzó Benvenuto Zelino a labrar esta pieza que había de ponerse en el primero y más público espectáculo y vista de este templo, como si del cielo viniera a tratarse el concierto”.

     Pese a la belleza y envergadura del obsequio, el duque no consigió su propósito. En la carta de agradecimiento que le remitió Felipe II el 29 de octubre de 1576 encabezaba con un lacónico: “Muy ilustre Gran Duque de Toscana” negándole el tan ansiado Altezza que había promovido el regalo.

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