Al iniciarse el siglo XVI el ambiente religioso en Europa se crispa. Surgen voces que denuncian los abusos de la Iglesia y que claman por un retorno a un cristianismo más puro y sincero. Aunque estas quejas ya se habían oído antes, es en este momento cuando tomarán más fuerza, de la mano de Erasmo primero, y de Lutero y otros después. El papa Paulo III nombrará, en 1536, una comisión que habría de encargarse de analizar los motivos de la crisis protestante e intentar encontrarle una solución. Un año después (1537) se realizó una serie de propuestas de carácter disciplinar y moral con las que se pretendía atajar el problema de la escisión. Entre ellas las hubo referidas a la música religiosa, y en ellas se recomendaba la vuelta al canto gregoriano, ya que “esa música logra, de algún modo, por misterio del Espíritu Santo, que todos los que la oyen se enciendan, en modo admirable, no de una alegría vana, sino del profundo deleite de la mente, que los mueve a alabar a Dios”. Estamos en los albores de Trento, donde algunos radicales, pedirán la vuelta al canto llano; el canto puro de la voz alabando a Dios sin la utilización de los instrumentos musicales.

     Pero el problema era demasiado grave como para solucionarlo con una comisión y unas propuestas; se hacía necesario convocar un concilio ecuménico, y así se hace en mayo de 1542 (aunque las sesiones no se iniciarán hasta 1545). Este será el famoso Concilio de Trento. En Trento se revisaron y discutieron prácticamente todos los preceptos del cristianismo, pero nosotros nos centraremos en lo que atañe al sacramento de la Eucaristía y a la música sacra compuesta para ensalzarlo. Fueron necesarios casi veinte años para llegar a una redacción definitiva de una conclusiones, que sentarían las bases por las que se regiría la iglesia católica hasta el siglo XX.

     Una de las discusiones más virulentas, que aún hoy es motivo de la escisión entre la iglesia católica y las iglesias protestantes, fue la generada en torno al significado del sacramento de la Eucaristía. Los contrarreformistas reunidos en Trento basaron sus argumentaciones sobre el tema en la Biblia, fundamentalmente en los Evangelios y en las cartas de San Pablo. En estos textos queda claro el significado que la iglesia católica dará al sacramento de la Eucaristía, como presencia viva del cuerpo de Cristo en el sacrificio de la misa. Baste como ejemplo este pasaje del Evangelio de San Juan, en el que Cristo, predicando a los judíos, promete a los hombres la salvación por medio de la eucaristía: “Yo soy el pan de vida; vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. Este es el pan que baja del cielo, para que el que come no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo. (…) El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él” (Jn 6,48-57). Para los católicos estas palabras de Cristo tienen un sentido literal, y por ello considerarán que en el sacrificio de la misa el cuerpo y la sangre de Cristo están realmente presentes en la hostia consagrada.

     Otro de los asuntos discutidos en Trento que nos interesa aquí, por su repercusión directa en las prácticas musicales en el templo católico, será el de la lengua en que debe ser dicha la misa. Las jerarquías reunidas en el Concilio no creían necesario que los fieles comprendieran lo que escuchaban y veían en el templo; no se pide comprensión, sino adoración, y aceptación del misterio sagrado. En el capítulo 8º de las Conclusiones del Concilio se dice: “Aun cuando la misa contiene una grande instrucción del pueblo fiel; no ha parecido (…) a los Padres, que conviniera celebrarla de ordinario en lengua vulgar. Por eso, mantenido en todas partes el rito antiguo de cada iglesia (…) manda el Santo Concilio a los pastores y a cada uno de los que tiene cura de almas, que frecuentemente, durante la celebración de las misas, por sí o por otro, expongan algo de lo que en la misa se lee, y entre otras cosas, declaren algún misterio de este Santísimo Sacrificio, señaladamente los domingos y días festivos”.

Misal Romano según los preceptos del Concilio de Trento.

Misal Romano según los preceptos del Concilio de Trento.

     Ya dijimos antes que la Iglesia es consciente de la necesidad de incentivar al fiel: nos puede parecer estar leyendo a San Juan Crisóstomo cuando leemos en el capítulo 5º de las Conclusiones de Trento que “como la naturaleza humana es tal que sin apoyos externos no puede fácilmente levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa Madre Iglesia instituyó determinados ritos, como por ejemplo, que unos pasos se pronuncien en la misa en voz baja, y otros en voz algo más elevada; e igualmente empleó ceremonias, como misteriosas bendiciones, luces, inciensos, vestiduras y muchas otras cosas a este tenor, tomadas de la disciplina y tradición apostólica, con el fin de encarecer la majestad de tan grande sacrificio y excitar las mentes de los fieles, por estos signos visibles de religión y piedad, a la contemplación de las santísimas realidades que en este sacrificio están ocultas”.

"La lechuga", custodia de la Iglesia de San Ignacio de Bogotá, Colombia.

“La lechuga”, custodia de la Iglesia de San Ignacio de Bogotá, Colombia.

     Entre esas “cosas a este tenor” que se mencionan en el texto citado destaca el poder de atracción que ejerce la música sobre los fieles. Trento pretende regular qué tipo de música es la más adecuada para acompañar al culto. Aunque los compositores del primer renacimiento ya habían despojado a la música motética de adornos artificiosos, Trento sigue viendo abusos en la práctica musical. Los más radicales pidieron la abolición de la polifonía y la vuelta al canto gregoriano, pues veían que aquella había introducido en el templo elementos profanos, lascivos, y que “parecían hechos más para regalo del oído que de la mente”.

     Del mismo modo que la música podía ser el mejor modo de alabanza divina, la música contemplada como simple halago de los sentidos, podía conducir a la condenación del alma. Los instrumentos musicales son vistos como objetos que conducen al pecado. Se entienden como elementos profanos, para el deleite sensorial, y no como elementos propios para el culto divino.

Jerónimo Bosco: Detalle de "El Jardín de las delicias". Madrid, Museo Nacional del Prado.

Jerónimo Bosco: Detalle de “El Jardín de las delicias”. Madrid, Museo Nacional del Prado.

     Viendo esta radicalización de posturas, España hizo ciertas recomendaciones intentando proteger la riqueza musical a la que se había llegado; se sugirió que se mantuviera la polifonía, que tan efectiva se había mostrado a la hora de excitar la fe de los fieles, siempre que se adecuara a los preceptos de las Sagradas Escrituras y de los Santos Padres, y el pueblo entendiera las palabras que se cantaban. Al mismo tiempo se pidió que se permitiera hacer algunas adaptaciones de los textos sagrados a la lengua vulgar, “en tiempo y lugar oportuno, al menos aquellas que satisfagan la devoción popular y no profanen aquellos divinos misterios de los libros sagrados”. En España la costumbre de cantar determinadas piezas, como los villancicos, en castellano tenía ya casi un siglo de andadura; los españoles parecen estar defendiendo una práctica que ya se estaba convirtiendo en tradición y que tenía gran arraigo popular. Parece que las recomendaciones de los españoles fueron atendidas, al menos en parte, ya que el Canon 8º de Trento acepta la existencia de misas con polifonía, siempre que ésta permita que el texto cantado sea inteligible, y no distraiga al fiel de la atención al misterio divino.

     Los decretos conciliares referentes a la música dan una pauta general que deberá ser aplicada de forma particular por cada sínodo provincial. De este modo, en España se sucederán varios concilios provinciales hasta finales del siglo XVI, en los que se determinarán el tipo de música y de instrumentos aptos para ser usados en las celebraciones religiosas: “Los cantores, organistas, y campaneros eviten toda música lasciva, militar o de cualquier manera indecorosa, y esto, tanto en la iglesia como en las procesiones, y con toda clase de música instrumental: órgano, campanas, carrillones, no imitando con ellas canciones deshonestas, torpes o escandalosas”. Tomás Luis de Victoria y Francisco Guerrero, paladines de la música contrarreformista, comulgaban absolutamente con estas ideas.

     El Concilio de Toledo de 1565 trató de abolir las danzas y representaciones en la iglesia, pero el mismísimo Felipe II mandó unas advertencias, fechadas el 8 de marzo de 1583, en las que se oponía a esta medida, defendiendo la danza y las representaciones como formas de elevar el espíritu y provocar la devoción. De nuevo encontraremos la justificación de la postura en la Biblia, ya que Felipe II recuerda que el rey David danzó ante el Arca de la Alianza (II Sam 6, 12-22; I Par 15, 3-16) alabando y celebrando a Yavé. El peso específico de la figura de David en la historia del cristianismo basta por sí solo para justificar a la danza y al canto como formas perfectamente lícitas de alabanza divina. Finalmente, el concilio de Toledo, ante las reflexiones del Rey, decidirá permitir las representaciones y danzas siempre y cuando no se realicen en el transcurso de los oficios. Estas conclusiones afectarán directamente a los villancicos y danzas en honor del Santísimo que se celebren en los templos españoles.

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